Muy temprano en la mañana se arremolinaba la gente en la plaza. Veniase anunciando desde días antes la ejecución. De muchas partes venían las gentes. Las calles eran hervideros de cuerpos que se dirigían a la plaza. Se empujaban, chocaban entre sí. Todas las personas deseaban un lugar en la plaza. Entre más cerca del escenario mejor. Una fascinación de locura estaba apoderándose de la multitud. Este sentimiento no era nuevo. Desde meses antes era conocido, en todos los rincones del país se sabía la noticia de tu encarcelamiento, de tu proceso y de tu sentencia. Eras vista como la gran enemiga. Como el gran monstruo destructor de este reino.
Yo me había apostado en una esquina de la plaza desde la noche anterior. Y también estuve rondando ahí la noche anterior a la anterior. Y tres noches antes. Tres noches antes estuve ahi. Y la víspera finalmente ahí me quedé. Los guardias que vigilaban la plaza me observababan con sigilo y seguían mis movimientos. Sabían que yo era alguien del pueblo y que no representaba mayor problema. Cuando de madrugada me venció el sueño me tiré en el suelo. Ahí me dormí algunas horas hasta que el frío se filtró en mis brazos y piernas y la luz de la madrugada se mostraba sobre los edificios de la plaza. En ese momento comenzaron a llegar decenas de guardias adicionales y soldados en formación y empezaron a alinear las vallas a lo largo y ancho de la plaza. Y los ríos de personas ya se avecinaban por entre las calles aledañas. Hombres, mujeres, niños, muchachos y muchachas. Eran el pueblo. Y era el gran día. El día de la ejecución. Mucha de esta gente acudía no por un interés auténtico en el acontecimiento sino más bien por pura curiosidad y mórbida fascinación humana. Muy pronto la plaza se llenó. En el aire el sonido de las voces de la multitud formaba un terrible siseo, constante, ininterrumpible. Todos murmuraban, hablaban entre sí. Comentaban el hecho.
Entre los asistentes llegué a reconocer a uno que otro vecino de mi barrio que por ahi pasaba y se perdía en el mar de gente que asistía al evento.
No había marcha atrás. Desde muchos meses antes no hubo posibilidad de hacer reversa de los acontecimientos. La guerra civil, fratricida. Vientos de revolución. Tu caída.
La una en punto de la tarde. Te trajeron en un modesto carruaje. No digno de ti, por cierto. La plaza enmudecía a tu arribo. No murmullos, no lamentos. Todos te miraban. Muchas de aquellas gentes del pueblo te miraban extasiadas, incrédulas. No alcanzaban a creer que te tenían casi enfrente. A ti. Alguna vez excelsa, cuasi virgen. Con tu piel blanca de mármol, con tu pelo rubio de oro. Hoy simple mortal. Cual mujer simple del pueblo.
Colocada ya boca abajo en la maquinaria maldita. Tu vestido raído. El silencio continuaba. Sólo un click clack. Un rechinido seco de cuerdas y madera. Los pasos del verdugo sobre la superficie del escenario.
De pronto el grito de un pelado: "¡ Acabadla ya !" Y el estruendo de muerte de la multitud despertó. De inmediato todos gritaban. Pedían el fin del momento. Pedían tu vida.
¡¡¡ Click clack !!!
La cuchilla zumbaba en el espacio.
Fue un segundo eterno.
Mi corazón se escapaba.
Y mi pecho explotaba.
Tu cabeza en el aire, sin dirección planeada, caía al vacío eterno.
Y mientras, mientras yo lloraba.